lunes, 31 de enero de 2011

A VOSOTROS, MIS AMIGOS EN LA BLOGOSFERA LITERARIA


Creo que los que me conocéis ya sospecháis que mi vida se mantiene sobre dos pilares fundamentales: la familia, especialmente los más pequeños, y la literatura. Tengo otros “amoríos” que me alegran la vida, pero estas dos columnas son mi sostén. Desde hace un tiempo me absorben, se han convertido en dos compañeras insaciables y “egoístas” que apenas me dejan margen para dormir.

Recientemente, la vida me ha brindado oportunidades insospechadas: la de publicar mis novelas y la de volver a amar, a Miguelito, Elenita y Sarita (que tiene pensado mostrarnos su carita en mayo), mis tres nietos; tres amores inesperados que jamás pensé vivir a mis 49 años y que son mi actual fuente de inspiración; supongo que lo habréis notado.
Quiero vivir este momento como se merece, quiero estar donde me dicta el corazón; temo que si me empeño en aferrarme a todo lo que tengo a mi alcance finalmente se me escape lo que de verdad me importa y me hace feliz. Lo he intentado, pero no es posible, al menos por el momento. Así que tengo que dejar esta afición bloguera, que tantos amigos y satisfacciones me ha regalado, por largo tiempo.
Abrí este blog cuando me di cuenta de que no tenía amigos a quienes anunciar que había publicado “La última vuelta del scaife”. Fue un acto egoísta, lo sé; necesitaba conocer gente que pudiera decirme si realmente mis escritos llegaban más allá de mis libretas. Fue increíble, ¿os acordáis de “Maldita”? ¡Qué experiencia aquella de estar en continuo contacto con vosotros, queridos amigos y lectores!
No es una despedida definitiva, espero y deseo volver cuando se den las circunstancias, y os haré alguna visita inesperada de vez en cuando. Además, el blog queda abierto y, con el permiso de su nueva dueña, vendré cuando tenga alguna noticia importante que daros.
Ahora os dejo con mi compañero y hermano Jose Carlos y mi buena amiga y también compañera Ángeles.


Un abrazo enorme para cada uno de vosotros y hasta la próxima.



Jose Carlos:


Bueno querida Ex-Jefa, solo me queda desearte que tus propósitos se cumplan.
La vida es una constante elegir, donde lo importante no es ya lo que elijas, sino el tomar una determinación para iniciar o continuar el camino que uno se propone recorrer. Cualquiera que tome una decisión merece el apoyo de sus seres queridos, sea cual sea su elección, así que aquí me tienes apoyándote, creo que al igual que a tod@s los amigos blogueros que te echaran de menos, como yo, esperando noticias de tus éxitos en cualquier sentido y a cualquier nivel.
Yo de momento me quedo por aquí, leyendo y comentando, y con la venia de la nueva Jefa, cuando cuaje alguna idea y me surja el impulso de comunicarla, lo seguiré haciendo, al ritmo de tales impulsos.

Un beso.


Ángeles Hernández:


Y aquí me veo: dueña de algo que no he buscado -con lo bien que se está a la sombra- pero que asumo no sin temor, por la honra que Mercedes me concede y la confianza que me expresa. Heredo el blog que ella creó y que ahora no le es posible continuar. Su proyecto, sus escritos, su generosidad y encanto, han atraido a este espacio a un gran número de lectores y comentaristas. Por ella -la jefa- y por ellos -los lectores- recojo con mucha ilusión y el deseo de que sigamos caminando, el testigo que me entrega . José Carlos como compañerito de viaje, va a ayudarme a que sea menos difícil.
Queridos amigos y seguidores de "pienso luego escribo", solicito vuestra ayuda, tolerancia y comprensión para esta atrevida novata de las letras, a la que le gustaría seguir en vuestra compañía. En mi corazón y en mis emociones ya estáis instalados, me encantaría no apearme de los vuestros.
Gracias Mercedes Pinto, escritora y cuidadora de niños, por haberme abierto las puertas de tu casa y por darme ahora las llaves. Te espero, te esperamos con los mejores deseos para que tus proyectos y tus planes se cumplan tal y comos los sueñas.


Un abrazo a todos de Ángeles Hernández Encinas.

jueves, 27 de enero de 2011

Fragmento del manuscrito "Naranjas washingtonas"


Entrada de Mercedes Pinto


Lo conoció por puro azar. Ella tenía urgencia en cruzar al otro lado de la carretera, donde estaba la sucursal de su banco; eran las dos menos dos minutos del último día de plazo para pagar el recibo de la luz, sin cargos. Después de separarse de Lucas aún no había encontrado el momento de domiciliar los recibos a su nombre. Una estúpida manifestación, cuyo motivo no recordaba, le impedía cruzar la calle. En su intento de escabullirse entre la gente, alguien la cogió del brazo y le dijo con decisión: “Agarra aquí, vengo enseguida”. “¡¿Qué?!”, gritó ella entre el tumulto, tan sorprendida que no reaccionaba. “Agarra coño, que voy a darle un recado a un colega ahí atrás y vuelvo enseguida”. Y se marchó. Así fue como se encontró de pronto en la avanzadilla de una manifestación, cuyo motivo ignoraba, sujetando una pancarta que no tenía ni idea de lo que denunciaba. Ni tuvo valor de endosarle la esquina que sujetaba a otro, ni de soltarla y permitir que continuara arrastrada por el suelo. De todas formas, de soslayo, vio cómo alguien cerraba las puertas del banco. Empujada por lo que ella creyó una avalancha, atravesó el centro de la ciudad hasta llegar a una cutre tarima desprovista del más triste micrófono, a la que se subió alguien que, por más que gritaba y gesticulaba, no se le llegaba a entender palabra alguna. “Lo siento, camarada, me ha sido imposible alcanzarte antes —se excusó el joven, culpable del recargo de su recibo de la luz—. Me gustaría invitarte a unas cervezas”. “Vale”, contestó ella, sin tener ni idea del porqué. Fue un flechazo, en un momento de su vida en el que lo último que hubiera buscado habría sido la compañía de un hombre. Se dejó embaucar por el disfraz: veinticinco años, cabello largo y lacio cogido con una cola, que brillaba como un espejo, ropa suelta de hilo natural, sandalias de esparto y unos ojos azules… Por qué no, era una mujer libre. Estuvieron tomando cañas hasta las cinco de la tarde en un bar del centro, que ella no conocía; un garito frecuentado por los progres reaccionarios de la ciudad. Todos se conocían. No podía dejar de mirarlo. Era tan diferente a sus anteriores conquistas…Le parecía, ¡tan!, interesante. Estela apenas despegó los labios y él le contó mil cosas: sus luchas altruistas, sus aventuras y desventuras, las de sus compañeros… Le pareció increíblemente vivido para ser tan joven. Pagó ella, con el dinero del recibo de la luz. Se acostaron esa misma tarde, en el sofá del piso que compartía con sus camaradas, en el que él dormía desde hacía unos meses; ella segura de estar haciendo el amor como jamás en su vida y él haciendo lo mismo que la mayoría de las tardes con cualquiera de sus colegas.

domingo, 23 de enero de 2011

BAILES DE SALÓN

Autora: Ángeles Hernández Encinas. 

           
                                        -1-

Ana pasó la tarde en la playa con unos nuevos amigos que le ayudaron a alegrar su difícil momento; así, más animada, aceptó la invitación para tomar después unos vinos en alguna de las terrazas que en el verano costeño se instalaban por doquier. Vestida como para salir, con una larga falda blanca y un vistoso chaleco tejido en cuero gris, se sentía hermosa y acudió a la cita, algo inquieta pero contenta.

La placita empedrada  donde la esperaban era un lugar agradable. Allí se instaló con una sonrisa leve, como pidiendo permiso. Junto a las personas que ya conocía había otras que no había visto jamás, entre ellos un hombre serio y taciturno que sólo parecía mirar dentro de sí mismo; su fino bigotito y su calvicie prematura que contrastaba con la tersura de su piel, hacían que su aspecto fuera, al menos, peculiar.
Cuando la noche estival estaba ya avanzada, alguien comentó que arriba en la aldea se celebraba la verbena de S. Pedro y propuso acercarse para seguir copeando y echar unos bailes. ¿Por qué no?, si el día estaba resultando tan entretenido nada mejor que terminarlo en el “chunda chunda” de la fiesta popular.
Ana bailó -¡cuánto tiempo llevaba sin echar un pasodoble!- con sus amigos y también con el chico serio y peculiar que, como todo el mundo, tenía nombre propio. Se llamaba José.

-2-
Ana y José bailaron un pasodoble, o dos, o varios, cogiditos de la mano y la cintura, las caras muy separadas cada uno mirando al infinito y los pasos acompasados a pesar de todo. Como ella se movía más deprisa, a él no le quedaba otro remedio que dejarse llevar en un silencio casi monacal que sólo rompió después de unos giros mareantes al compás de “España Cañí” preguntando en un susurro: “¿Siempre mandas tanto como ahora?". Ana intuyó que detrás del bigotito se escondía un personaje mucho más interesante de lo que a simple vista parecía.
Tuvo la oportunidad de empezar a comprobarlo algo más tarde, cuando antes de despedirse José le pidió que le acompañara durante las siguientes semanas a un curso de bailes de salón: “Es que sin pareja no me admiten”, añadió. Ana, riendo para sus adentros, no pudo negarse por lo insólito de la propuesta y del motivo. Aceptó aclarando al extraño Fred Astaire que, únicamente disponía de una hora, pues sus dos hijos no podían pasar mucho tiempo solos.

-3-
El curso de bailes de salón comenzó y tres tardes a la semana, durante sesenta minutos, Ana y José danzaban a las órdenes de una elegante profesora que les instruía, junto con otras parejas, sobre el arte de moverse con estilo y salero al paso de fox, merengue, bolero, tango,rock...
Bailaban en silencio, el mutismo de José era absoluto y Ana no sabía si hacer algún comentario o seguir las pautas de su galán. Optó por lo último y únicamente al final de la sesión se atrevía a murmurar: “Tengo que marcharme, me voy corriendo a casa que los niños me están esperando”.
Cada nueva clase el mismo ritual: se encontraban, se saludaban, se asían, se movían al son de la pieza correspondiente y no intercambiaban palabra. La cara de Ana, sus brazos, sus cosquillitas en el estómago, su cuerpo entero, iban adquiriendo un cierto toque, ansioso e incomprensible que aumentaba a medida que las semanas iban pasando. No entendía el silencio, no sabía qué pretendía su compañero, pero le gustaba sentir el calor del cuerpo próximo, el olor y el aliento de José en su nuca, mientras que, con los ojos cerrados, marcaba el ritmo para sí: un-dos, un-dos-tres, un-dos... También la despedida era siempre igual: “No puedo, he de irme”. En una ocasión, para cambiar el guión, Ana apostilló: "Como Cenicienta en el baile, he de salir corriendo antes de que llegue la hora”.

-4-
El curso de danza terminó y los niños de Ana se fueron de vacaciones; su vida languidecía de manera monótona y aburrida hasta que un día...
Un día, al llegar del trabajo vio que la luz roja del contestador del teléfono parpadeaba; descolgó rauda y veloz. Tras la frase de la operadora, una voz vagamente conocida le habló: “Hola Cenicienta, soy el príncipe azul y estoy deseando poder decirte todo lo que callé mientras te tuve en mis brazos, moviendo mis pies al compás de los tuyos”.

miércoles, 19 de enero de 2011

El PERDÓN


Entrada de Merdeces Pinto

No creo que haya nada que dignifique más nuestra condición humana que el mero acto de perdonar y pedir perdón. Contemplad un grupo de niños jugando, con qué facilidad perdonan sus agravios. Me maravillan las grandes lecciones que te dan los más inocentes, y me niego a asumir que crecer sea perder la capacidad de perdonar.





Qué contenta iba tras aquel tesoro de colores que rodaba por el parque, convencida de que estaba allí por ella. Bajo dos ramilletes de trigo, en los que revoloteaban juguetonas mariposas, extendió sus brazos y, con paso inseguro pero decidido, venció la resistencia de su pañal y ¡ale!, qué mejor destino para aquella pelota que sus manitas. Pero, ¡ay!, sorpresa, cuando por fin alcanzó su ansiado objetivo, le salió al paso el que se sabía dueño de tal fortuna. Éste tenía más de cuatro años, ya le habían enseñado sus mayores el significado de lo tuyo y lo mío, y aquella contaba apenas veinte meses y, naturalmente, todavía, todo el universo era suyo. Rompió a llorar sin consuelo, le habían robado el mundo, que ocupaba todo su instante presente. Él, tan hombrecito y comprensivo, tan sensible aún a las lágrimas ajenas, no lo dudó. Por supuesto, el balón era casi lo más importante en su vida, pero casi, porque todavía sentía que había algo más significativo: vivir rodeado de sonrisas. Así que volvió sobre sus pasos y se la entregó; para siempre, claro, qué podía saber él de esas cuestiones del tiempo. Y ella, a pesar del profundo dolor que le había causado tamaña pérdida, arrastró sus lágrimas con los puños, se apartó el dorado flequillo, extendió de nuevo sus manos y sonrió.



 

jueves, 13 de enero de 2011

CAOS Y ORDEN

Entrada publicada por Jose C.



Vivimos en el mundo tratando constantemente de vencer el caos, estableciendo un orden que le de forma a las cosas, para que cumplan un propósito. Es un proceso que se inicia en el momento en el que percibimos las cosas que van surgiendo en el entorno, apreciando su forma y el modo en el que combinan con los propósitos deseados, y a continuación, si lo requiere, trazamos un plan para ordenarlas; son cosas materiales o ideas de cualquier tipo, cuyo cometido es el de satisfacer algún tipo de necesidad.

En todo este proceso de están presentes las emociones, desde la percepción del caos, mientras es ordenado y hasta que lo está. Percibir con claridad las emociones en cada momento no es fácil y con frecuencia se omite el paso de prestarles la debida atención, ignorando así un caos que impedirá el orden final deseado. Es ese Ser que está dentro y alrededor de cada uno, que genera esa voz interior, el que demanda el orden. Conocerlo y alinear los propósitos con él posibilita que éstos puedan llevarse a cabo y crear orden, armonía y belleza.

El pensamiento genera las ideas y las ideas alineadas en un orden emocional ya cumplen el propósito. El trabajo está hecho o casi hecho.

La mente, con sus condicionantes y su lenguaje particular, actúa automáticamente ante cualquier estímulo, o lo genera. Protege la individualidad sin contemplar el orden universal, provocando el caos, pues el orden individual solo es posible en sintonía con el del entorno. Es el ego en acción y el hecho de enfrentarlo lo alimenta. Solo escuchando la voz del ser, comprendiendo las emociones y creciendo en conciencia mediante el conocimiento es posible eludirlo y reducir su protagonismo; esto es la meditación, observando el ahora, único momento que en verdad “es”, pues el pasado ya fue y el futuro es eso, lo que será cuando y en la forma que llegue.

Vivimos y participamos en el mundo para conseguir el orden, pero no somos de él. El mundo es materia, espacio y tiempo, es un soporte, un medio manifestado en el que podemos experimentar, pero no es el origen del Ser ni el propósito; el propósito es el orden del Ser… ¿pero cual es el origen? Bueno, esto de momento parece que es el gran enigma. Mientras tanto, sigamos ordenando el caos y así, seguramente, conseguiremos aprender más, reforzando la línea que nos une con El Ser.



contador

lunes, 10 de enero de 2011

HISTORIA DE LA FAMILIA DE HANSS HAUFFMAN

Autora: Ángeles Hernández Encinas.


Cuando empezó la guerra estábamos en Berlín mi madre, mi padre, mis dos hermanos (Astrid y Hermann) y yo: Hans. Papá, Dieter Hauffman, pertenecía a una noble familia de la Prusia Oriental y vivíamos holgadamente de sus rentas y posesiones; era un hombre culto y refinado que tocaba el piano y leía incansablemente. Mamá era mamá, una señora que educaba a sus hijos y amaba a su marido. En su primera juventud mi padre tuvo otra novia en la aldea familiar, Heriberta von Herbert, pero acabó casándose con la berlinesa, menos noble y más próxima. 

Pensábamos que la categoría y las influencias de los Hauffman evitarían a mi padre participar directamente en la contienda. No fue así y tuvo que partir al frente a finales de 1940 dejándonos a los cuatro solos (con seis, cuatro y tres añitos), bien mantenidos y con dinero para sobrevivir con holgura. Pero la guerra, un monstruo que devora proyectos, destruye vidas, y no respeta nada, no hizo excepción con nosotros. Pronto nos vimos sin acceso a la cuenta bancaria y en una situación difícil. Pasamos mucho frío ese invierno, comíamos poco y mal y mamá cayó enferma, no sé si de pena, de hambre o de impotencia. Día a día la veíamos palidecer y adelgazar, mientras la tos y la tristeza iban adueñándose de ella. 
Nunca olvidaré el día que no despertó. Astrid, Hermann y yo la llamamos por la mañana extrañados de que aún no nos hubiera empujado para levantarnos, pues dormíamos los cuatro juntos para darnos calor, color y amor. No respondió a nuestras voces; tampoco cuando empezamos a tocarla e incluso a tirarle de los pelos. Allí estaba: inerte, fría, marmórea, casi transparente. Yo tenía ocho años y mis hermanos seis y cinco respectivamente. La memoria me falla cuando intento recordar los días posteriores, días de confusión, llantos, amables enfermeras, policías serios, entierro, mucha tristeza y una inmensa sensación de soledad. Nadie pudo localizar a nuestro padre y los servicios sociales se hicieron cargo de nosotros: yo fui llevado a Stugart a un colegio de preadolescentes; Hermann a otro lugar para niños más pequeños y la benjamina, Astrid, a una residencia femenina. Durante mucho tiempo no volvimos a saber nada unos de otros. Tampoco de nuestro padre. Así fuimos educados por el estado alemán, bien alimentados y con una formación académica básica lo mismo que tantos huérfanos de la guerra de nuestro destrozado país. 

Al terminar la contienda papá regreso a buscarnos pero no nos encontró. Investigó en los servicios sociales, ayuntamientos, policía…pero nadie supo darle señas de nuestro paradero. Estábamos desaparecidos y no figurábamos en ningún archivo. Todas sus tierras y posesiones habían sido nacionalizadas en la DDR y, solo y arruinado, se dedicó a malvivir tocando el piano en salones de alterne de la capital, de aquel Berlín de postguerra, destruido, quemado, casi eliminado, en el que los locales nocturnos eran prácticamente lo único que no había perdido su razón de ser. Un día cualquiera fue al cine; en aquella ocasión, el reportaje patriótico que habitualmente se exhibía antes de la película, hacía propaganda de lo bien atendidos que estaban los niños que habían quedado sin hogar. Y, aunque parezca mentira, nos vio. A mi hermano y a mí. En instituciones diferentes con nuestros uniformes y nuestra carita de pena. El documental estaba un poco atrasado pero fue suficiente para que, la investigación a la que mi padre se dedicó con ahínco y entusiasmo, diera sus frutos. Nos encontró a los dos que ya teníamos 14 y 12 años. No voy a describir lo que sentí cuando pude reunirme con mi hermano y mi padre, no sería capaz; por mucho que exagerara expresando la gran alegría y emoción del momento siempre me quedaría corto. La niña, Astrid, no apareció. Corría 1949 y el telón de acero estaba cerrado a cal y canto para cualquier tipo de investigación que se solicitara desde la otra parte.                   

Poco tiempo después papá volvió a casarse: su segunda esposa, Sigrid, era una cariñosa mujer que nos cuidó y nos quiso mucho. Tuvimos un nuevo hermano, Geza y, a pesar de la pena por la ausencia de Astrid, sentimos que de nuevo éramos una familia. Pudimos revivir, ya adolescentes, la ilusión de cuidar y querer a un bebé que no pasaría hambre ni una guerra. Como los ingresos eran escasos, a los dieciocho años empecé a trabajar en las minas de Lübeck, donde años más tarde conocería a Carmen, mi esposa. Pero esa es otra historia. Siempre mantuve una relación estrecha con mis hermanos, mi padre y mi madrastra. Los había recuperado y no quería volver a perderlos. Desgraciadamente Sigrid falleció cuando Geza tenía seis años y entre los tres intentamos ocupar el espacio de su madre ausente. Pero no por mucho tiempo. Nuestro progenitor, que seguía tocando el piano ahora en hoteles de cinco estrellas, reencontró a su novia de juventud todavía soltera y cuya fortuna no había sido expoliada. En cuanto se vieron en el Hilton de Berlín, el pianista atractivo y doblemente viudo y la acaudalada dama, ya no tan joven pero elegante y hermosa, se reconocieron. Les faltó tiempo para decidir que sus vidas se unirían desde ese mismo instante. Yo entonces ya vivía fuera de casa y estaba a punto de casarme con Carmen, pero Geza, aún con siete años, era un niño adorable y no me extrañaría que fuera en parte responsable del encantamiento que Heriberta sintió  desde el principio. 

La vida continuó, esta vez con más bonanza económica y con bastante fortuna pues la tercera esposa de mi padre nos acogió como si de sus hijos se tratara, sobre todo al pequeño tan necesitado de cariños y atenciones. Mis hijos fueron sus nietos y todos nos encontrábamos varias veces al año en la hermosa vivienda de Heriberta que también era un poco nuestro hogar. 

En 1989 la caída del muro de Berlín nos trajo una nueva y maravillosa sorpresa. Astrid, nuestra hermana pequeña a la que creíamos muerta aunque nunca olvidada, había estado viviendo muy cerca durante todos estos años, al otro lado de esa pared vergonzosa, multicolor al Oeste y blanca como un sepulcro al Este. Reunificadas las dos Alemanias tardó poco tiempo en localizarnos apoyada por las autoridades del país que, al contrario que en 1945, dieron todo tipo de facilidades para que dicha reunificación no fuera sólo nominal. Astrid aportó también hijos y esposo y recuperó lo que había perdido 47 años antes. 

Papá falleció a la edad de 85 años, seis después de la reaparición de su hija, en teoría una desconocida pero que no tuvo dificultades para integrarse con nosotros. Tampoco nosotros en aceptarla.   

Esta es una historia con final feliz, la historia de mi familia: una más entre las víctimas de la segunda guerra mundial que afortunadamente pudo recomponerse. No he querido hurgar en los terribles momentos que pasamos porque hace mucho tiempo que aquello terminó. Heriberta, nuestra maravillosa madrastra, murió hace sólo cinco años; todos la lloramos y hoy aún la echamos de menos y la recordamos con cariño. Dejó como heredero universal de todas sus posesiones a nuestro hermano pequeño, Geza, al que consideraba hijo suyo; él, no contento con esa decisión, renunció a su privilegio y repartió su fortuna, a partes iguales, entre los cuatro hermanos.

El amor siempre genera amor.

viernes, 7 de enero de 2011

LA CAJA DE LOS SUEÑOS



Como prometí, aquí estoy de vuelta. No he conseguido alcanzar la meta que me marqué; pero estoy contenta, he hecho la mitad del camino y he dado de mí lo mejor.



Espero que todos hayáis disfrutado de estos días tan especiales y que estéis más que dispuestos a luchar contra la adversidad un año más; al fin y al cabo, de eso se trata.


Un abrazo para cada uno de vosotros.

Para abrir boca, aquí os dejo un pequeño relato:


—¡Haaaala! Qué chuli, es igual que la de Tomasito. ¿Cuántas marchas tiene?


—Pues todas, qué te creías. Y también me han traído una Nintendo y un parque de bomberos. Y en casa de mis abuelos otro montón de cosas.


—¡Jo!, qué suerte tienes. ¿Me dejas que me dé una vuelta?


—No puedo, me ha dicho mi padre que como se me ocurra prestarla me la guarda, que a los Reyes les ha costado mucho dinero; bueno, ha dicho que les ha costado un huevo a cada uno, pero como yo no puedo decir palabrotas porque me parte la boca…


—Pues mi primo Iván tiene una y siempre me la deja; aunque la tuya es más bonita.


—Sí, es la mejor. Y a ti, ¿qué te han echado los Reyes?


—Libretas, lápices y una caja.


—¡Pues vaya Reyes! ¿Y qué hay dentro de la caja?


—Todas la cosas que se puedan soñar. Pero dice mi madre que hasta que no aprenda a leer y escribir bien no la puedo abrir. Por eso los Reyes me han traído lápices y libretas, para que pronto pueda abrir la caja de los sueños. Es mágica, ¿sabes?


—¡Vaya rollo! Yo creo que dentro de la caja no hay nada y que tu madre te ha engañado, porque como sois tan pobres y no tienes padre…


—¿Y tú qué sabes?, si todavía no has aprendido ni la “a”.


—Bueno, me voy a darme una vuelta, mientras que tú su-e-ñas.


—Vale, hasta luego.


contador

miércoles, 5 de enero de 2011

CASA POR CASA

Autora: Ángeles Hernández Encinas


Todos los años, el cinco de enero por la tarde, íbamos los primos a la casa Parroquial donde vivía nuestro tío cura con los abuelos. Ese día nos acostaban muy temprano porque había que madrugar muchísimo, pero la ocasión lo merecía y nadie protestaba por irse a la cama. Algunos, sobre todo los pequeños, dormían intranquilos, y nerviosos por la espera o el recuerdo evanescente de otras ocasiones.

Antes de amanecer las trompetas y los cohetes voladores empezaban a oírse a lo lejos y uno de nosotros -quizás nuestros padres más inquietos aún que sus niños- daba la voz de alarma: “Ya están aquí, ya vienen”.
A toda velocidad, quitándonos las legañas con el dorso de las manos y poniéndonos sobre el pijama alguna prenda de abrigo, que el frío de enero era intenso y la calefacción ausente, salíamos a la calle con la ilusión que traducían nuestras sonrientes caritas y nuestro revoloteo sobre la acera, delante de la casa. Mirábamos a la derecha, hacía la calle principal, oliendo la pólvora y sintiendo el bullicio de otros niños que, como nosotros, aguardaban a la puerta acompañados por sus parientes, muy atentos, siguiendo sus movimientos y animándolos con frases cariñosas. De vez en cuando, alguno de los más pequeños que no entendía gran cosa lo que estaba pasando, lloraba asustado por el alboroto que en todo el pueblo se sentía.

Cuando, minutos más tarde, en un caballo negro, trotando despacito aparecía el Rey Melchor, los aplausos y las risas eran unánimes: risas nerviosas, risas ilusionadas e ingenuamente bellas. Melchor, cabellos y barba muy blancos, capa oscura de terciopelo bordado con estrellas diminutas, corona de oro y brillantes, era el primero. Detrás, con melena rubia y caballo tordo, Gaspar, y al fin lampiño, con la piel muy negra, a lomos de una jaca parda, Baltasar. Les seguía de cerca un carro muy grande, lleno de paquetes con el nombre y dirección de cada niño del pueblo, ordenados por el cartero local para su distribución, casa por casa. Eran los regalos y mirábamos para localizar si el nuestro estaba entre los cientos de cajas envueltas con papeles y cintas de colores.

Atónitos y emocionados esperábamos nuestro momento. El Rey, uno de los tres, o los tres según la suerte de cada año, se acercaba hasta donde estábamos y decía en alta y potente voz: “¿Quién se llama Angelines?”. Y Angelines, temblando y riendo levantaba la mano diciendo: “Yo, soy yo”. Después, izada por su papá hasta la alta montura, recogía sus regalos y daba un beso al Mago que con ternura preguntaba: “¿Has sido buena este año?, ¿Qué has pedido?” Uno a uno todos recibíamos, de manos directas de SSMM, los juguetes escritos en la carta que, unas semanas antes, habíamos enviado a Oriente.

Cuando a los siete años mis padres me dijeron que los Magos eran ellos mismos me sorprendí muchísimo. Nunca lo hubiera imaginado dada la veracidad de nuestros encuentros anuales.

Poco tiempo después, yo misma participé en la organización de tan esmerada cabalgata. Mi tío, que como ya he dicho era el cura del pueblo, se encargaba de ello junto con los jóvenes de la localidad. Semanas antes nos reuníamos en la casa parroquial para ensayar qué había que decir a los chavales: “lo importante es que los críos estén contentos”, hacer las barbas con algodón y las coronas con cartón y papel de oro y plata, elegir los mantos de la Virgen para usar como capas y los caballos en los que cabalgar. El día cinco de enero, desde por la mañana, empezaban a llegar paquetes a la Iglesia, debidamente etiquetados, que luego cargábamos en el carro para su posterior distribución, casa por casa, como siempre.