sábado, 13 de marzo de 2010

MADITA (68)





Llena de nostalgia, abrió una vez más su baúl. ¡Allí estaban sus raíces! Cada objeto contaba una historia con absoluta claridad, reconfortándola, devolviéndole la identidad que intentaban robarle Diego y Juanito. Uno a uno, sacó los recuerdos de Adela que su abuela había guardado: un pañuelo de seda de su madre, rosa y suave, como la mantita que le compro a ella antes de que naciera; una postal de navidad, escrita por ella misma desde Madrid a su novio Diego durante unas vacaciones que pasó con unos tíos, en ella le contaba a su futuro marido cómo lo añoraba y sus ansias por volver para preparar la boda; una cajita de carey que contenía su anillo de casada y un colgante en forma de corazón; un libro de Santa Teresa de Jesús, que leería cuando estuviese preparada, lo había intentado, pero no conseguía entenderlo aún; una biblia encuadernada en piel con los filos dorados y las pastas unidas por una cinta de la misma piel y un broche, este libro también tendría que dejarlo para más adelante; dos diarios de su puño y letra, que aún no se había atrevido ni siquiera a abrir; una foto de su boda con Diego, se la veía feliz, sonreía y sus ojos brillaban; y un dedal de plata. Todo flotando sobre el tul de su vestido de novia. Esas eran las pocas pertenencias que, después de la muerte de su hija, Carmen había conseguido salvar de la gran hoguera, que Diego hizo a unos metros del cortijo tres días después de enterrar a su esposa.



Después de beberse una botella de vino, poseído por uno de sus ataques de cólera, Diego vació todos los armarios de la casa y seleccionó todo aquello que pertenecía a Adela o que le recordara su matrimonio. Vestidos, zapatos, cajas con recuerdos, álbumes de fotografías, objetos de tocador…, incluso algunas muñecas que ella había guardado desde su infancia por si tenía una hija, todo ardía en la gran fogata, cuya humareda envolvía la finca, ennegreciendo el claro día, tan esperado después de las sucesivas tormentas. Cuando Carmen advirtió las intenciones de su yerno, cogió a la pequeña recién nacida, la metió dentro de su capazo y la encerró en el baño contiguo a su habitación, por miedo a que sus pequeños pulmones no asimilaran la humareda. Después acercó la mecedora a la ventana abierta y se sentó. Impávida, se quedó mirando las llamas, dejando que el negro humo penetrara en la habitación. Así permaneció hasta que se apagó el último rescoldo, respirando con fuerza, dejando que los recuerdos de su hija la invadieran hasta casi ahogarla. Quiso gritar, pero su sufrimiento era tal que no encontró fuerzas. Estaba a punto de caer desfallecida cuando el llanto de Lucía la devolvió a la vida. Por ella sobrevivió, sólo por ella.








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