viernes, 29 de julio de 2011

SECUESTRO EXPRÉS


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Acabábamos de disfrutar de unos días de vacaciones en las playas del norte, mi mujer, Susana, mis hijos, Carla de 8 años y Luis de 4, y yo. Antes de ir a casa decidimos pasamos a visitar a los abuelos para darles un beso y contarles lo bien que lo habíamos pasado.

Teníamos mucha suerte, la vida nos sonreía ampliamente. Éramos dos jóvenes profesionales competentes y bien situados que nos amábamos y que amábamos, aún más si cabe, a nuestros dos maravillosos hijos. ¿Qué más podíamos pedir? Pero, siempre hay un pero, habíamos nacido y habitábamos en un país donde la inseguridad y el terror se habían adueñado de la vida cotidiana. La tensión nunca nos abandonaba, vivíamos pendientes de que un robo, un secuestro, una violación o un asesinato pudieran sucedernos en cualquier momento como a tantas familias conocidas. Por eso teníamos un coche grande con todos los mecanismos de seguridad que la tecnología ofrecía, un hogar blindado y muy poca libertad para pasear con normalidad por las plazas y parques de ciudades y pueblos o por los campos de nuestra hermosa tierra.

Afortunadamente las vacaciones nos habían sentado muy bien y llegábamos llenos de energía y optimismo. Casi habíamos olvidado la angustia cotidiana.

Mientras yo iba a buscar el coche con los niños al garaje, Susana esperaba en la puerta a su madre, María, que había ido a buscar unas cestas con productos de la huerta. Desde la ventana, su padre, Manuel, vigilaba nuestra partida con una enorme sonrisa. Este idílico panorama fue interrumpido súbitamente al colocar mi potente Masserati en la entrada. Cuando me disponía a abrir la puerta, como escupidos por el infierno, aparecieron tres individuos con armas de fuego y la cara oculta por una media que, brutalmente, a empujones y golpes, nos obligaron a entrar en el vehículo. Uno de ellos se hizo cargo del volante y partimos de allí a gran velocidad. Los otros dos nos apuntaban con un Kalasnikoff y una mirada que atemorizaba más que el arma. Mi suegro desde su observatorio vio la maniobra con tanto dolor como impotencia: sabía, al igual que todo el mundo en mi país, que la única posibilidad de volvernos a ver con vida era esperar; la más mínima sospecha de que la policía estuviera informada, suponía la muerte inmediata de los retenidos.

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El tono de voz de los asaltantes era brusco y desagradable. Nos insultaban con los epítetos más denigrantes y en ningún momento dejaron de tener sus fusiles apoyados contra el vientre de alguno de nosotros. Uno de ellos miraba con ojos lascivos a mi niña, mientras acariciaba su piernecita diciendo que era muy bella y suave. Todos estábamos muy callados, sabíamos bien el peligro que corríamos, obligados a esconder las cabezas delante de los asientos. Yo me atreví a proponerles que dejaran libre a mi familia, que una vez en casa les daría todo lo que me pidieran. Su respuesta fue un “Calla mierda, aquí decidimos nosotros”. No volví a hablar.

En mi cabeza barajaba las dos posibilidades que probablemente nos aguardaban: "secuestro expres” o “secuestro diferido”. En el tipo exprés nos llevarían a casa donde, después de vejaciones y malos tratos, se encargarían de quedarse con nuestras tarjetas de crédito y todos los objetos de valor que en ella se encontraran. El diferido consistía en conducirnos y alojarnos en algún lugar difícil de localizar y desde allí pedir un rescate a nuestras familias. Esta segunda modalidad comportaba siempre unas negociaciones largas y difíciles: se empezaba pidiendo una cantidad muy superior a la que se podía pagar incluso endeudándose con créditos y ayudas, para, poco a poco ir rebajando el monto hasta llegar a un acuerdo. El macabro regateo podía llevar semanas o meses, según la resistencia y quizás el apego de los parientes pagadores, durante los cuales los secuestrados malvivían en condiciones lamentables físicas y psicológicas. Las posibilidades de morir por no llegar a pactos, por malos entendidos, por ideas geniales de alguna de las partes, o porque sí, eran francamente altas.

No sé cuanto tiempo había pasado, cuando me invadió una sensación de paz y sosiego, una intensa emoción que me hizo estar seguro de que, contra todo pronóstico, nada malo iba a sucedernos. Nunca olvidaré la barriguita de mi hija con el fusil presionándola; su carita buscaba la mía que con los ojos le decía: “tranquila cariño, vamos a salir de aquí, dentro de muy poquito tiempo estaremos sanos y salvos ”.

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Al cabo de unos cuarenta minutos sonó el teléfono de uno de los secuestradores. Las palabras con tono imperativo que se intuían al otro lado iban ensombreciendo el gesto del interlocutor que se limitaba a emitir gruñidos de asentimiento. Después de colgar informó a sus compañeros que los planes habían cambiado, frenó bruscamente y de un volantazo modificó el rumbo que hasta entonces llevábamos.

Intentamos mirarnos, pero nuestros movimientos estaban bloqueados por la incómoda posición. Mi mayor preocupación era pensar en lo asustados que debían estar los niños y la angustia que tendrían mi esposa y su madre, ¿Qué significaba el cambio de planes? ¿Eran buenas o malas noticias? Yo, inexplicablemente y a pesar del mal pronóstico que la situación auguraba, continuaba con esa extraña sensación de tranquilidad, absolutamente seguro de que todo saldría bien para nosotros.

Poco después del cambio de ruta empezamos a entrar en la ciudad. Por la escasez de luz y el olor supuse que se trataba de un barrio de la periferia, pobre, con alto índice de delincuencia y de marginalidad. Con la cabeza agachada sólo podíamos hacer conjeturas sobre el lugar al que nos dirigían. No hubo mucho tiempo para elucubrar porque a los pocos minutos el auto se paró. Después de quitarnos lo poco que de valor llevábamos encima, incluidos los móviles, el dinero y hasta las alianzas de boda, nos obligaron a bajar a empujones, nos arrojaron contra el asfalto y partieron a toda velocidad perdiéndose entre las calles.

De repente estábamos en un callejón solitario, aparentemente libres, sin amenazas, sin gritos y sin armas apuntándonos. Pero el agobio, la incredulidad, sentir aún nuestros músculos y cerebro agarrotados y la terrible expectativa de que en cualquier momento podía recomenzar el calvario, nos impedían hablar, levantar las cabezas, mirarnos abiertamente, abrazarnos, llorar, reir…

Poco a poco fuimos reaccionando y animándonos al ver que todos estábamos bien, sanos y salvos. No le dimos demasiada importancia al hecho de encontrarnos en un lugar desconocido, oscuro, tétrico, solitario, sin teléfono y con los bolsillos vacíos, lo importante ahora era estar juntos y, aparentemente, liberados.

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¿Liberados? Una garra de ansiedad atenazó mi garganta dejándome sin voz, al ver aparecer por una esquina la luz de un coche que se desplazaba lento y silencioso. Lo conducía un hombre solo, muy serio que al llegar a nuestra altura aminoró aún más la marcha, bajó la ventanilla y nos miró con parsimonia. En el momento justo en el que agarraba a mis dos hijos de la mano para iniciar un intento de huida corriendo hacía lo desconocido, oímos la voz calmosa del conductor: “Señores, he recibido una llamada hace unos minutos indicándome que viniera a recogerlos a esta dirección y que les llevara a donde ustedes pidieran”.

Sin pensar que pudiera tratarse de nueva encerrona, sin dudas, sin miedos, sin preguntas pero exhaustos, dimos nuestra dirección, subimos al taxi y formamos una piña de carne humana, entrecruzadas nuestras manos y piernas que no se diferenciaban unas de otras. Enmudecidos nos dejamos conducir, el aturdimiento nos había dejado incapacitados para decidir, o tan siquiera preguntar. Yo seguía con mi optimismo inicial y casi mágico, pero la razón me hacía serias advertencias sobre la posibilidad de que el taxista fuera un nuevo eslabón en la cadena de una pesadilla que quizás solo acababa de comenzar.

Afortunadamente mi intuición estaba en lo cierto y fuimos depositados en nuestra vivienda, a la que probablemente estaba previsto que nunca regresaríamos. Nuestro salvador se fue rápidamente, ni siquiera descendió del coche para ayudarnos. Agotados, dormimos largamente, todos juntos, todos revueltos, agitados y llorosos, pero casi seguros de que la terrible aventura había terminado.

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Nos costó trabajo recuperar el ritmo y la tranquilidad. Los niños pasaron una temporada inquietos y con pesadillas y los adultos tuvimos que medicarnos para superar el mal recuerdo. Nunca llegamos a saber cuáles fueron las causas de nuestra liberación precoz y de la indemnidad de nuestros cuerpos y de nuestros bienes. La llamada telefónica que recibieron los captores les hizo cambiar de planes, liberarnos y dejarnos a salvo, asegurándose de que llegáramos ilesos a nuestro domicilio. Mi suegro, como era preceptivo, no había hecho ningún movimiento, esperando angustiado las instrucciones de los delincuentes. El secuestro duró algo más de dos horas. Nadie conoce en nuestro país una historia similar. Se sospecha que algunos agentes de la policía pudieran estar implicados en este tipo de sucesos, dado su conocimiento de las armas y la información que suelen manejar. El coche desapareció para siempre y yo decidí que no iba a exponer a mi familia a una experiencia similar.

A los pocos días solicité un puesto de trabajo para mí y mi esposa en España, y en dos meses nos trasladamos. No hemos vuelto a pisar nuestro país pero todavía hoy, que nuestra vida ha cambiado tanto y que todo aquello parece tan lejano, no puedo evitar un enorme sentimiento de angustia y amargura cuando, como ahora, alguien me pide que le relate mi experiencia. Disculpen ustedes si no estoy siendo muy prolijo en detalles, ya empieza a dolerme la cabeza.

miércoles, 6 de julio de 2011

INSENSIBILIDAD Y SENTIMIENTOS





Andrés había perdido por completo la sensibilidad de la parte izquierda de su cuerpo fibroso de montañero veterano, a causa de una embolia cerebral. Por ese motivo su piel no sentía el frío y el calor; tampoco podía diferenciar el tacto de una sábana de seda del de una áspera manta de lana, ni una caricia suave de una dura bofetada. Utilizando el sentido de la vista acertaba a saber dónde estaba situado y conseguía gobernar torpemente los movimientos voluntarios de su lado izquierdo.

Los médicos atribuían su mal a una trombosis producida por los consabidos factores de riesgo: tabaco, comidas grasas y alcohol. Andrés, sin embargo, estaba seguro de que había llegado a semejante situación, a causa del terrible dolor producido por la ausencia de la mujer que amaba: tras una difícil temporada de convivencia ella le había dejado hacía unos meses.

Desde que Amanda desapareció de su vida, se vio invadido por un desasosiego y un no vivir, tan amargos, que difícilmente habría de acabar bien. “Sin ti me muero”, le espetó en la despedida, y a punto estuvo de cumplirse la profecía.

Llevaba ya una temporada solo cuando un día, bruscamente, al despertar de la siesta, se dio cuenta de que no sentía ni reconocía la parte izda de su cuerpo. Entonces la llamó asustado, había un buen motivo: "Mi amor (seguía llamándola así), le dijo,  no siento la mano, no sé donde estoy apoyando la pierna, algo muy extraño me esta sucediendo”. Ella, que todavía estaba elaborando el duelo de su amor imposible, sin pensarlo dos veces, acudió de inmediato para verlo a la ciudad donde él vivía.

Lo encontró postrado en una habitación de hospital, en reposo absoluto –le habían prohibido moverse por el riesgo de que el trombo se desplazara-, con un suero intravenoso y una mirada apagada que tardó muy poco en iluminarse cuando la vio aparecer.

Con voz dolida, no exenta de dulzura, Andrés sólo supo decirle a modo de bienvenida: “Mira cómo estoy, es mi cuerpo que protesta porque te echa de menos “.
Al verlo, al oírlo, Amanda borró de un plumazo sus dudas, olvidó los malos recuerdos que en el pasado le habían hecho tomar la determinación de partir y sintió todo el amor de esos meses concentrado en un instante. Se recostó a su lado. Despacio y palmo a palmo, fue recorriendo la piel insensible de él que conocía bien. Tanta ternura, tanta pasión, produjeron el milagro y sus cuerpos se encontraron con la intensidad y el placer que se debían.

Durante ese tiempo – horas o minutos, ¿quién puede saberlo?- la enfermera no tuvo que entrar en la habitación para vigilar al enfermo, el suero siguió fluyendo sin dificultad, el trombo no se movió….nada se alteró, nadie se enteró. Nadie, solo ellos que lo vivieron y que, de tanto en cuanto recuerdan, como una vez la pasión y el deseo triunfaron por encima de la más elemental prudencia.