Érase una vez un chico muy bueno y muy trabajador pero con un padre que no le daba mucha importancia a nada de lo que hacía y una madre doliente cuya única manera de hacerse querer (o notar) era sintiéndose enferma y cansada. El Chico se hizo muy pronto independiente y autosuficiente montando su propia empresa. Tenía muchos amigos y era alegre, campechano y fuerte. Le faltaba el amor verdadero pero prefería estar solo a mal acompañado.
Quiso la fortuna que un buen día se fijara en una chica tan buena y tan trabajadora como él; también necesitada de cariño, sabía querer bien y tenía la gran cualidad de entender a los demás y ponerse en su piel. Así supo y quiso ponerse en la del Chico cuando empezó a amarle. Y los dos estaban a gusto juntos, él aportaba su fuerza, su bondad y su incondicionalidad; ella mucha comprensión y, sobre todo, una admiración y unos cuidados que él nunca antes había sentido.
Un día llegó una gran CRISIS MUNDIAL y, no sabemos si por contagio, por extensión ( se construía menos, los acreedores no pagaban, los préstamos prometidos por la familia fallaron, las hipotecas para jóvenes eran Misión Imposible, todo se encarecía por minutos...) o por casualidad, afectó al Chico y a la Chica justo en el momento en el que habían decidido compartir sus destinos y comprar una casita. Una hermosa casita que ella con su buen gusto y él con su fuerza, conocimientos y oficio, harían relucir como el palacio más bello.
La Chica empezó a estar triste y agotada: había ascendido en su empresa y el temor a no ser digna de su nueva responsabilidad hacía que, esa noticia en teoría excelente, tiñera las obligaciones habituales con un matiz de angustia . Llegaba muy tarde al hogar, casi siempre acompañada por preocupaciones que le hacían chiribitas en la cabeza y en los músculos; además del trabajo y de los sinsabores económicos que parecían multiplicarse, asumía otras cargas como la de su madre que pasaba malos momentos, sus abuelos aquejados de graves enfermedades o su progenitor que le debía dinero. En fin, que por muy superwoman que fuera (sí, sí, lo era), estaba perdiendo su natural talante empático y comprensivo y empezaba a necesitar de manera imperiosa ser ella quien recibiera cuidados y sonrisas, incluso aunque a veces con su gesto pareciera rechazarlos. Se quejaba (no sin razón) de que él no era cariñoso, que guardaba el buen humor para los de afuera, que no se fiaba de ella en los asuntos relacionados con la casa, que malinterpretaba sus palabras, que la trataba como a una menor (más o menos como su padre a su madre -los de él-). Temía acabar somatizando y, entre tantos problemas, a menudo sentía la tentación de empezar a romper por lo más evidente: la casa y la pareja.
El Chico también estaba de mal talante. Estos cambios, sutiles pero in crescendo, le afectaban tanto que se estaba tornando hosco, desconfiado, irritable... Hechos como haber conseguido una buena hipoteca, no necesitar la ayuda de su padre o que La Chica le adorara y estuviera pendientita de sus asuntos, no parecía ejercer ningún efecto positivo en su ánimo. Como no quería defraudar a su, cada día más triste, amada, iba y venía de acá para allá intentando controlar hasta el mínimo detalle, ser el factotum o, en el extremo opuesto, caer con todo el equipo demostrando y demostrándose que él también estaba agotado y que su malhumor y sus fallos no eran a causa de debilidad o vagancia.
Así es que el cansancio de ella, por mucho que a veces intentara disimularlo, producía en él gran desapego y distanciamiento y el comienzo de un círculo vicioso muy peligroso, mientras que el sobreesfuerzo de él y sus consecuencias: irritabilidad, malhumor, inseguridad, tendencia a quejarse más, menor tolerancia para asumir la mala cara de La Chica por las noches (no hay que olvidar que esa cara podría recordarle a su sufriente madre, situación que detestaba, y aunque nada tenían que ver ni él con su padre, ni ella con su madre, el subconsciente no entiende de tamañas sutilezas), tenían a La Chica francamente descontenta -más círculo vicioso negativo que les ponía al borde de la ruptura-. A los pobres jóvenes inexpertos, la vida no les había enseñado que cuando vienen mal dadas es cuando más hay que mantener la calma.
Una pena porque se querían mucho. Es lo que tienen LAS CRISIS MUNDIALES, que al final lo envuelven todo y a todos contaminan, incluso a quienes teóricamente deberían, por nuevos y entusiastas, estar libres de sus garras.
Quizás si en vez de enredarse en el abismo que prensa y otros medios pregonaban, se hubieran puesto a regar el árido presente con HUMOR -no con culpa proyectada en el otro- y lo hubieran abonado con una pizquita de PACIENCIA, el final de este cuento hubiera sido muy diferente. Algo así:
”El Chico y La Chica construyeron su nido pues con la empatía y comprensión que ella siempre mantuvo, él olvidó sus inseguridades (las que arrastraba desde niño y que ahora iban desapareciendo) y dejó de competir por demostrar que era el más currante. Tranquilo y contento, no perdió esa fuerza y bondad que para ella, aún con cara de cansada, suponían sosiego y alivio: la balsa de aceite para seguir navegando, incluso en los momentos familiares y laborales difíciles que estaba padeciendo”.
Y colorin colorado....