Escrito por Ángeles Hernández Encinas
Manuel Ercina, Marqués del Aire.
"Marqués" por el porte gallardo y el donaire de su estampa, por la fuerte complexión de su armadura que le otorgaba una especie de superioridad física, por el espléndido estilo con que llevaba la ropa de diario y de domingo, por la generosidad y nobleza con que obsequiaba a todos, por el trato cordial de su trato, por el dominio del arte del ordeno y mando, por las maneras de señorito reflejadas en sus formas delicadas y sin amaneramiento o por el garbo que lucía montando a caballo, por la gracia que exhibía en fiestas locales y saraos donde se explayaba por tarantos y bulerías. Nadie diría que procedía de una humilde familia rural y que sólo fue a la escuela hasta los ocho años.
"Del Aire" por la vacuidad del título nobiliario, que no procedía de herencia ni mayorazgo, sino del decir de sus paisanos que de esta forma le habían apodado. Las tierras que trabajaba no eran suyas sino de un marqués de verdad que se las tenía en arriendo: secano del sur que bien faenado, daba para vivir sin apreturas.
Fue alcalde durante un breve periodo de la Guerra Civil. El día que le pidieron que denunciara a los vecinos del otro lado, arrojó el bastón de mando enojado y tembloroso. Cuando, ciego de rabia y dolor, gritó: “yo soy alcalde de todos, no sólo de unos pocos”, sabía que se jugaba el pellejo.
Se casó con una hija de su pueblo que murió de sobreparto llevándose consigo a la criatura. Junto a sus dos seres queridos perdió el ajuar que la novia aportó al matrimonio pero guardó con esmero el reloj de oro fino que él le regalara el día de la pedida, único testigo de su corta vida de casado.
Viudo estuvo un par de años, joven, apagado, solo… La tristeza le invadió y, con semejante compañía, estuvo a punto de perder las cualidades que le habían hecho merecedor del airoso marquesado. Su madre, que con él vivía, también viuda desde tiempo inmemorial, hizo lo imposible por ayudarle a pasar por tan duros momentos, pero pronto vio que, con sus únicas fuerzas, poco o nada conseguiría. Desesperada, recurrió a su hija casada con el maestro de Pasarón de la Ribera, aldea de la sierra. Este agradable lugar por el que el agua corría con murmullo suave y constante, tenía fama por su frondosa vegetación, su prolífica huerta, sus variados frutales y sus lugareñas bellas y hacendosas. Pensando en Manuel, su cuñado había de encargarse de buscarle una moza casadera, que la mancha de una mora con otra verde se quita y la elegida fue María, rica heredera, no demasiado hermosa pero de pedigrí impecable.
El casi extinto Marqués del Aire, más por agradar a su madre que por gusto, acabó yendo a visitar a sus hermanos y ver si la moza merecía la pena. Sin embargo, a la entrada del pueblo, Rosario, rubia como el sol y con una mirada azul que traspasaba el corazón, le sonrió. Manuel de repente sintió que la sangre de nuevo corría por sus venas y no le cupo la más mínima duda de que deseaba, más que nada en el mundo, que esa desconocida fuera su esposa. A partir de ese momento hubo que actuar con hombría: por una parte pedir disculpas a la candidata del maestro y por otra hablar con la familia de la venus rubia, labradores humildes que, con pena por que la hija partiera, aceptaban, siempre que la joven que ya contaba 18 años, no pusiera reparos. La labia de Manuel y su atractivo personal hicieron todo lo demás.
Se casaron a las pocas semanas en una ceremonia sencilla y con pocos invitados que ,siguiendo la tradición del lugar, segundas nupcias requieren discreción y poco jolgorio. Con su estilo grandilocuente Manuel celebró tanta felicidad de una manera particular: cabalgando su mejor jaca, con Rosario sentada tras él abrazada a la cintura y ataviada con un hermoso mantón de Manila, hizo entrada en su pueblo natal un domingo a mediodía a la salida de misa mayor. Primero al paso y luego al trote, recorrieron el camino que les llevaba a casa exhibiendo orgullo y dicha. A su paso el murmullo inicial se iba mutando en silencio, de envidia o de admiración que tanto da.
Quiso él regalarle, con su mejor voluntad, el reloj de oro que celosamente guardaba para la dueña de su corazón, pero ella, siempre humilde y callada, lo rechazó con firmeza y dignidad. La excusa: “Mira mujer que es de oro” que dio su marido no fue suficiente. Rosario no quiso saber nada de un objeto comprado para otra mujer.