Entrada escrita por Ángeles Hernández
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Crédito fotográfico: Ángeles Hernández |
El anciano se llamaba José e iba acompañado por su hija. Entró en la consulta despacio, desganado, el brazo izquierdo flexionado blandamente, mientras arrastraba con poco esmero la pierna del mismo lado, como queriéndola dejar pegada al suelo para no avanzar. En su rostro no había ni un solo indicio que mostrara alegría o simplemente sosiego: ceño fruncido, profundos surcos verticales en su anguloso rostro, comisuras hacía abajo, mirada huidiza, opaca y fija en el vacío, eran su manera de expresar sin palabras, la tristeza, el hastío y el cansancio que desde hacía menos de un año se habían apoderado de su vida.
Pocos meses atrás, casi con la misma edad de hoy, nadie hubiera calificado de "anciano" a la persona ágil, jovial, vital, aguda e inteligente que José representaba; su rasgo más característico era la enorme sonrisa que, iluminando su cara, llegaba a todos los que le conocían. Y así fue hasta que un mal día, súbitamente, un trombo maldito dejó sin riego la mitad de su cerebro y sin función la mitad izquierda de su cuerpo. Con enorme esfuerzo consiguió mejorar, pero él sabía que ya nunca volvería a recuperarse del todo.
-Buenos días, José -,le saludo muy cortés el terapeuta -¿qué le trae por aquí?
-Ésta, que se ha empeñado -susurró para su camisa el interrogado, señalando a su primogénita.
-Quiero decir que por qué ha venido usted a este lugar -volvió a insistir el profesional, un hombre de mediana edad y aspecto bonancible que, con cordialidad no fingida, le animaba a responder.
-¿Y yo qué sé? -dijo José con un gruñido, sin apartar la vista del suelo.
-A ver; vamos a ver si nos podemos entender. Se lo pregunto de otra forma, ¿qué es lo que le pasa?, ¿cómo se encuentra?
-Mal, fatal, me encuentro muy mal.
-O sea que mal… ¿Le duele algo? –El psicólogo iba recogiendo sus respuestas para poder enhebrar un atisbo de conversación.
- No. No tengo dolores, simplemente soy un inútil ¿le parece poco? Desde que me dio el ataque no puedo valerme de esta mano; además la pierna tan floja me impide moverme con facilidad y tampoco puedo conducir. ¿Cómo voy a estar si no puedo hacer nada? –Esta vez José se excedió en su habitualmente escaso lenguaje y la charla pudo proseguir:
-Pero usted andar, anda ¿no? .
-Para lo que me sirve… Sigo siendo un inválido y ya nunca podré volver a hacer lo que me gustaba.
-¿Nada? ¿Ni siquiera leer, ver la tele, dar un paseo con los amigos?...
-Nada. Tengo la cabeza como vana, vacía y no aguanto un libro ni dos minutos. Con lo que me gustaba leer…
-¿Entonces ahora tampoco lee?, eso no se lo impiden ni la pierna ni la mano.
-Tampoco. Me canso, me aburre y no lo soporto.
El psicólogo insistía e insistía en su afán por encontrar un mínimo motivo que pudiera suscitar el interés del anciano. Sin darse por vencido, con suma paciencia y gesto agradable prosiguió:
-A ver José, dígame algo que le gustaría hacer en estos momentos -La respuesta no se hizo esperar.
-Mover la mano y la pierna sin dificultad, como antes.
-Algo más -El profesional no iba tirar la toalla tan pronto.
-Bueno, si tengo que seguir así, lo único que me apetece es estar todo el día echado en la cama, para amodorrarme y no pensar; no se me ocurre otra cosa -respondió el enfermo con gesto de displicencia, harto ya de la conversación absurda que parecía no conducirle a ninguna parte.
-Pero ¿de qué está cansado, si no hace nada?
-De todo, de la vida que llevo, de aguantar a mi mujer que cada día está peor de la cabeza, de dar tanto trabajo a los demás, de tener que pedir ayuda… Así, la verdad, no me merece la pena seguir viviendo. Total ¿para qué? Si viera usted como está mi campo este año. Era la envidia de los vecinos, lleno de flores, con el césped siempre verde, ¡qué bien lo pasaban allí los hijos, y sobre todo los nietos! Y todo lo hacía yo solo, con estas manos, la buena y la otra, la que ahora está tonta y no me responde.
-¿No hay nadie que pueda ayudarle?
-Sí, algunos de los chicos lo intentan, pero no lo hacen como yo. Además, ellos tienen sus ocupaciones, bastante aguantan con llevar casi un año cuidándonos a su madre y a mí. Encima eso, inútil yo, inútil mi mujer, ¿es esto vida para una persona? ¿Cómo quieren que esté contento con este panorama? –José estaba enfadándose, su débil voz adquiría por momentos un tono desagradable.
-Pero sus hijos le tratan bien ¿no? Le cuidan, le echan una mano. Debería estar muy orgulloso de lo bien que les ha educado.
-¿Y de qué les sirve? Ninguno va a devolverme lo que he perdido.
-Claro, claro. Eso es verdad, lo que ha perdido probablemente no vuelva a recuperarlo, al menos no como usted quisiera. Pero ¿realmente cree que no hay algo que pueda merecerle la pena?
-No -Fue la respuesta tajante y escueta de José.
-…
-Bueno...El otro día estuvo mi nieto, Pelayo que acaba de terminar ingeniería, con la segadora y las otras herramientas...
-¿Y…?
-Ese sí que trabaja como a mí me gusta. ¡Vaya tío!, debería verle. Es jugador de rugby. Tiene unos brazos y unas piernas...está hecho un toro, y con una fuerza que sólo con una mano me levantó en volandas. En un par de días dejó la parcela arreglada, no paró. Anda que no hemos pasado buenos ratos juntos, ya me ayudaba cuando era bien pequeño. Si supiera usted lo que me dijo el otro día... -El viejo empezaba a animarse y, mientras hablaba de su nieto, sus profundas arrugas parecían irse difuminando lévemente.
-Cuente, cuente. ¿Qué le dijo Pelayo? -le invitaron continuar.
-Me dijo: "Abuelo, eres para mí un ejemplo, el que yo quiero seguir para mi vida. Me gustaría llegar a ser como tú" –confesó José con humildad, como si no acabara de creerlo del todo.
-Pero ¿Pelayo le vio como está hoy?, tan triste y tan negativo –tiró un poco de la cuerda el hábil entrevistador.
-No creo, sólo ha pasado unos días por aquí este verano, tenía que estudiar. Supongo que cuando estaba trabajando a mi lado yo no estaría de tan mal humor.
-Entonces, ¿a qué ejemplo se refería el jugador de rugby? No parece que le diera demasiada importancia al hecho de que ahora usted no fuera capaz de usar los aperos.
-... -José no respondió pero sus ojos brillaron durante unos instantes.
-Estoy seguro de que a él no le dijo que no le merecía la pena seguir viviendo.
-No, no se lo dije.
-¿Qué opina usted del ejemplo que todavía puede dar aunque ya no pueda segar? ¿Va a negar a sus nietos esa energía y esa riqueza espiritual que pocos pueden recibir?
-Según lo cuenta usted Doctor suena bien; a lo mejor tiene razón y todavía puedo servir para algo, no se me había ocurrido verlo de esta manera –José hablaba pausadamente, sin demasiado entusiasmo pero en su rostro, casi imperceptiblemente, iba empezando a desaparecer el gesto de profunda amargura con el que entrara en el despacho.
-¿Cuántos nietos tiene?
- Ocho. Ocho tesoros: el pequeño de cinco años y la mayor de treinta, todos listos y guapos, como sus padres. Los mayores, los que me conocieron en mis buenos tiempos, me quieren muchísimo. Los pequeños… -No continuó la frase.
-Bueno, creo que hoy ya hemos hablado bastante, no le voy a cansar más ¿Qué le parece si continuamos la conversación otro día?
Apoyado en su muleta, José volvió a salir por donde había entrado, el paso algo más seguro y levantando el pie del suelo con cierta soltura. Su hija, que esperaba en la sala, le preguntó:
-¿Qué tal papá?, ¿cómo te ha ido?
-No sé, ya veremos, a ver si éste no es uno más. Tengo que volver dentro de unos días -José no dio más explicaciones, ni tampoco se las pidieron.