Llegó el gran día. Aquel quince de agosto de mil novecientos cincuenta y tantos y tras un año de noviazgo, Joaquina y Santiago contraerían el Santo Sacramento del Matrimonio. En la Iglesia de Tarasquilla, pueblo de la novia, como manda la costumbre.
Al principio, la chica no estaba muy por la labor de aceptar a ese pretendiente forastero que tanto empeño ponía en conquistarla, pero, aconsejada por su mejor amiga, optó por darle una oportunidad y acabó cayendo en sus redes. Él era un hombre cabal, alegre, emprendedor y sobre todo muy enamorado de ella: la mujer más guapa de la zona que además tenía, la finura y el estilo de cinco años en un colegio de pago para señoritas. El tiempo de cortejo fue breve¿para qué esperar? Pasión y entusiasmo tan grandes, no podían aguardar mucho tiempo para arder en el fuego del amor, sin transgredir las costumbres y usos de la época.
El banquete, por todo lo alto, se celebró en la casa familiar. Los corrales estuvieron varios días ocupados y con mucho ajetreo para preparar entremeses con la buena chacina de la tierra, arroz y gallo muerto, cochinillo al horno, tarta de bodas y los dulces típicos: floretas, perrunillas, cristiones, rosquillas de azúcar y pestiños. Los invitados fueron generosos y la manzana* abundante; bien venida para el viaje de novios que harían a Madrid, Zaragoza y Barcelona. Viajarían en tren; los dos solos en amor y compaña; empezarían así la vida de casados, conociéndose y sin obstáculos. La primera noche la pasarían en el lugar más lujoso de la zona: el Hotel del Conde, distante unos 30 Km.
Al principio, la chica no estaba muy por la labor de aceptar a ese pretendiente forastero que tanto empeño ponía en conquistarla, pero, aconsejada por su mejor amiga, optó por darle una oportunidad y acabó cayendo en sus redes. Él era un hombre cabal, alegre, emprendedor y sobre todo muy enamorado de ella: la mujer más guapa de la zona que además tenía, la finura y el estilo de cinco años en un colegio de pago para señoritas. El tiempo de cortejo fue breve¿para qué esperar? Pasión y entusiasmo tan grandes, no podían aguardar mucho tiempo para arder en el fuego del amor, sin transgredir las costumbres y usos de la época.
El banquete, por todo lo alto, se celebró en la casa familiar. Los corrales estuvieron varios días ocupados y con mucho ajetreo para preparar entremeses con la buena chacina de la tierra, arroz y gallo muerto, cochinillo al horno, tarta de bodas y los dulces típicos: floretas, perrunillas, cristiones, rosquillas de azúcar y pestiños. Los invitados fueron generosos y la manzana* abundante; bien venida para el viaje de novios que harían a Madrid, Zaragoza y Barcelona. Viajarían en tren; los dos solos en amor y compaña; empezarían así la vida de casados, conociéndose y sin obstáculos. La primera noche la pasarían en el lugar más lujoso de la zona: el Hotel del Conde, distante unos 30 Km.
Cuando al fin de la jornada el taxi les dejó en el hotel elegido -un día es un día- iban cargados de maletas, de ilusiones y también de algún temor y cierto desasosiego. Aunque algo cansados por las emociones del día, estaban contentos y deseosos de reposar el uno en los brazos del otro.
A la entrada del alojamiento fueron recibidos fríamente por el recepcionista
- ¿Donde van ustedes a estas horas? -les espetó con brusquedad.
- Queríamos una habitación de matrimonio -contestó el flamante esposo, depositando con orgullo el libro de familia sobre el mostrador.
- Hoy es el día de la patrona y estamos a rebosar. Si no tienen reserva ya pueden volver por donde han venido –respondió secamente el hostelero, sintiendo el aire de pardillos que respiraban.
La sorpresa y el chasco de los tortolitos fueron tales, que se miraron confusos sin saber qué responder. ¿Reserva? Tres meses preparando la boda: invitaciones, trajes, banquete, alojamiento para los invitados, flores, tocados, música…-hasta el taxi estaba encargado- pero, ¿cómo es que había que avisar de antemano para obtener habitación en un hotel tan grande y tan caro?.
- ¿Donde van ustedes a estas horas? -les espetó con brusquedad.
- Queríamos una habitación de matrimonio -contestó el flamante esposo, depositando con orgullo el libro de familia sobre el mostrador.
- Hoy es el día de la patrona y estamos a rebosar. Si no tienen reserva ya pueden volver por donde han venido –respondió secamente el hostelero, sintiendo el aire de pardillos que respiraban.
La sorpresa y el chasco de los tortolitos fueron tales, que se miraron confusos sin saber qué responder. ¿Reserva? Tres meses preparando la boda: invitaciones, trajes, banquete, alojamiento para los invitados, flores, tocados, música…-hasta el taxi estaba encargado- pero, ¿cómo es que había que avisar de antemano para obtener habitación en un hotel tan grande y tan caro?.
Sin decir una palabra giraron sobre sí mismos y, cogiditos de la mano, salieron por donde habían entrado. Fueron paseando despacio, disfrutando de la noche serena, escuchando a lo lejos la musiquilla de la fiesta, hasta la estación de ferrocarril. Sentados en un banco de madera del andén pasaron su noche de bodas: acurrucados -no demasiado porque agosto es caluroso y la confianza sin estrenar- y felices. Allí cogerían, a las nueve de la mañana, el tren de Madrid.
*Dinero a modo de obsequio que los contrayentes reciben de los invitados.